Παρασκευή 19 Σεπτεμβρίου 2014

Generaciones literarias e industria cultural. Un cuarto de siglo de la aparición de la “nueva narrativa española de los 80”, por Konstantinos Paleologos

Resumen

La intención de la presente comunicación es seguir, hasta nuestros días, el “rastro” de los componentes de la llamada “nueva narrativa española de los 80” a través de las reseñas de la crítica literaria española con el objetivo de dilucidar qué hubo de verdad y qué de ficción comercial en la invención de dicho membrete.


The purpose of the present communication is to follow up to date –through the Spanish literary criticism reviews– the “trace” of the writers of the so called “New Spanish Narrative of the 80s, in order to elucidate the components of truth and commercial fiction in the invention of the above lebel.



A finales de la década de los 70 principios de los 80 hay una imperiosa necesidad en España de borrar el pasado, de que todo sea nuevo: nueva constitución, nuevo régimen, nueva literatura... vida nueva. Se ha hablado y se ha escrito mucho sobre aquel período llamado “transición” –para muchos un período todavía abierto–, de fallos y aciertos, progresos y estancamientos, rupturas y conciliaciones. Han pasado casi tres décadas de aquella época; la inmensa mayoría de los protagonistas de los primeros años de la transición ya no desempeña un papel activo en la vida pública del país. España, desde entonces, parece que ha recorrido un largo camino quemando relativamente rápido la etapa de la modernidad para instalarse en una postmodernidad confusa que trata de ser funcional sin conseguirlo siempre. Desde la euforia de la primera década de los 80, cuando todo parecía nuevo y prometedor hemos llegado a la desilusión generalizada de nuestros días, ante esta crisis financiera pero sobre todo de valores e ideologías que azota el viejo continente.
Hacia el año 1985, más o menos, comienza a hablarse en el mundillo literario español de la existencia de una nueva generación de narradores: la “nueva narrativa española de los 80”. Atención, esto no quiere decir que este año marque el inicio de la producción de obras pertenecientes a esa narrativa, sino del empleo más o menos habitual, aunque a veces sólo sea para ponerlo en entredicho, de tal membrete por parte de los críticos literarios tanto en sus referencias generales a la literatura española de aquel tiempo como en las reseñas de determinadas novelas. En sus orígenes estrictos este membrete agrupó a un puñado de escritores y escritoras jóvenes (o menos jóvenes) que habían logrado despertar la atención tanto de los editores como de los medios de comunicación –algo similar ocurría al mismo tiempo en el campo de la poesía con los llamados postnovísimos. Intentar confeccionar una lista exhaustiva de los supuestos miembros de esta promoción es empresa harto complicada. Con más frecuencia se mencionan los nombres de Ferrero, Martínez de Pisón, Llamazares, Gándara, Almudena Grandes, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, Muñoz Molina, Javier Marías; sin embargo, hay bastantes más escritores que se citan con menor asiduidad, como son los casos de Cardín, Mercedes Abad o Molina Temboury.
Con respecto al momento en el que dichos autores irrumpen en el mercado, se barajan varias fechas, aunque bien es verdad que la mayoría de los estudiosos en la materia consideran que fue Bélver Yin de Jesús Ferrero, editada en 1981, la primera novela publicada de esta promoción. No todos están de acuerdo, claro, con dicha opinión, y así algunos retroceden incluso hasta principios de los 70 para encontrar las “fuentes” de las que brotó la nueva narrativa de los 80 (se habla de obras como Travesía del horizonte de J. Marías, 1972, Cerbero son las sombras de J. J. Millás, 1974, El bandido doblemente amado de S. Puértolas, 1979 y de muchas más). La intención de la presente comunicación no es pronunciarse sobre la calidad de dichas obras (indiscutible, en bastantes casos), sino, a través del discurso crítico, seguir, hasta nuestros días, el “rastro” de los componentes de dicho (supuesto) grupo o, al menos, de sus representantes más sobresalientes, con el objetivo de dilucidar sobre qué hubo de verdad y qué de ficción comercial en la invención de este membrete.
En el desarrollo de la comunicación nos ocuparemos, al principio, del tan largamente debatido, y jamás agotado, tema de las célebres generaciones literarias y de su papel normalizador en la literatura española del siglo xx; acto seguido, examinaremos la recepción que obtuvieron tanto la “nueva narrativa española de los 80” como sus cultivadores por parte de los críticos literarios españoles, tal y como ésta se quedó plasmada en revistas literarias y diarios de aquella época. Por último, como ya hemos anunciado, seguiremos la “huella” de los narradores y narradoras más destacados de aquella promoción, para comprobar en qué se ha quedado hoy, 25 años más tarde, aquel, en palabras de J. Llamazares, “festín literario”: ¿cuál fue el papel de la industria cultural o del mundillo literario en la puesta en escena de dicha promoción? ¿tuvieron en algún momento los propios implicados noción de grupo? ¿compartieron estos escritores, en lo que a cuestiones literarias se refiere, algo más que la fecha de publicación de sus obras? ¿Cuándo se quedó anticuado el membrete de la “nueva narrativa española de los 80”? ¿se menciona hoy, en las reseñas de los más recientes libros de Ferrero, Llamazares, Muñoz Molina, etc, la adscripción de sus autores a dicho grupo? Éstas son las cuestiones en las que haremos hincapié durante la presentación con el objetivo de averiguar el papel de la industria cultural en la aglutinación y consagración de los jóvenes narradores españoles durante la década de los 80 y posteriormente.
El término de las generaciones literarias no opera evidentemente sólo dentro del seno de la literatura española, no obstante, es verdad que en esta última las llamadas “generaciones literarias” han ejercido, a lo largo del siglo xx, una indiscutible influencia por su valor normalizador e integrador (otros lo llaman reduccionista). Según algunos, como José-Carlos Mainer[1], dicha clasificación artificial “sirve para designar el ingreso en la historia de grupos de cierta coherencia que durante un plazo más o menos corto dan de un modo común diferentes testimonios de lo que les rodea”, según otros, como José Antonio Fortes, no hace más que establecer «una entomología pseudosociológica, de acuerdo con los años de nacimiento y muerte del funcionario de turno»[2].
Sea como sea, desde el modernismo hispanoamericano y la generación del 98 a finales del siglo xix, hasta la generación X a mediados de la década de los 90 del siglo pasado, los escritores españoles han sido leídos, clasificados, encasillados, examinados, presentados, recordados, exaltados u olvidados a la luz de tan arbitrario y polémico procedimiento. Las razones del empleo de esta fragmentación son múltiples, al igual que lo son las objeciones en contra de dicho método, no obstante, el motivo más importante, de todos los que “justifican” esta separación artificial, no es otro que la necesidad de los críticos e historiadores literarios de organizar sobre el papel, a base, muchas veces, de criterios superficiales que intentan englobar, casi forzosamente, a varios autores en una misma tendencia, la realidad literaria circundante, organizar por tanto, o por lo menos pretender hacerlo, un fenómeno que por naturaleza es, afortunadamente, caótico y variopinto. Veamos, al respecto, la opinión de un experto en materia, Luis García Jambrina, experto por ser a la vez escritor de cuentos literarios, profesor de literatura española y autor de la antología de la promoción poética de los 50 (por lo tanto, autor de una obra “normalizadora”):

Lo más prudente sería, a mi juicio, rechazar en lo posible el concepto de generación como categoría literaria. En primer lugar, por su falta de operatividad, ya que, lejos de clarificar el panorama literario de una época, lo hace todavía más confuso. En segundo lugar, por el sentido restrictivo, reduccionista y dogmático con que suele utilizarse[3].

Operativo o no, el término “generación literaria”, de larga tradición, como ya mencionamos, en la literatura española contemporánea, apareció con insistencia en el discurso de los críticos literarios en el caso de los narradores aparecidos o consagrados durante los años 80. Fue la última, hasta el momento, vez que se empleó tan masivamente, aunque es verdad que hubo un frustrado intento más, a mediados de los 90, con la llamada generación X de los Mañas, Lorriga, Lucía Etxebarría etc. pero en este caso no fue más que una operación de marketing de vida efímera que no caló ni en el público lector ni tan siquiera en el propio mercado que intentó crearla y venderla.
Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Javier Marías, Rosa Montero, Jesús Ferrero... Es evidente, incluso por la mera enumeración de los nombres, que a principios de la década de los 80 algo “se mueve” en el seno de la narrativa española. Los primeros años de esa década, constituyen «el momento inicial de la aceptación narrativa y también el despegue editorial de este género; momento que coincide, además, con el movimiento pendular hacia lo imaginativo, hacia lo lúdico y, por el contrario, con la huida de toda teorización»[4]. No obstante, antes de seguir con temas puramente literarios, nos parece obligatorio proceder a unas consideraciones de carácter breve y general acerca de la sociedad española de aquella época. El previamente citado R. Acín, en un artículo aparecido en la revista Ínsula, y más concretamente en un número monográfico dedicado a la narrativa española al filo del milenio, sostenía que, a principios de los 80, se detectaba «una normalización de la vida española que trajo consigo un clima de euforia, autocomplacencia, que, incluso, repercutió en Europa. España, durante buena parte de los 80, estuvo de moda. Y la literatura, como fiel reflejo, no quedó al margen»[5].
            España, efectivamente, en los primeros años de la década de los 80, era un país que había ahuyentado los fantasmas del pasado, había salido intacto del rocambolesco golpe de estado del 23-F y empezaba a encontrar su sitio en Europa. Pero al mismo tiempo, como es natural, todo ese cambio afectó profundamente a la sociedad española. Según F. Rico,

la ideología empezó a ser sustituida como marihuana del pueblo no sólo por el deporte, los viajes y la buena mesa, sino además por las exposiciones, los bellos libros, la ópera, los conciertos... Por el atractivo escaparate, en suma, de una oferta cultural tan variopinta... Los ciudadanos se concentraban con creciente exclusivismo en los intereses particulares, en el ocio, en la vida privada[6].

Era, sin duda, por cínico que suene, el momento propicio para la irrupción de la “nueva narrativa”, una narrativa esperada por el público de la época –«un público interesado en perder la memoria, la crítica de su pasado, o en mitificar esa memoria para huir de las preguntas del presente»[7]–, regida por el mercado –«el libro está, cada vez más, sujeto a las intensas mediaciones [...] que lo han convertido en producto de consumo multitudinario cuya mayor eficacia consiste precisamente en relanzar el consumo»[8] y apoyada por el Estado –«desde 1982 hasta hoy, el Estado se implica muy directa y absolutamente en la construcción, en la producción de un Estado cultural, de una cultura del Estado, de unos intelectuales de Estado»[9]–. La invención del membrete de la “nueva narrativa” (como, en menor medida, del de los “postnovísimos”) fue, según nuestro entender, una operación respaldada en gran parte por la crítica literaria que trató de conferir apariencia de conjunto a una producción plural y diversa porque, justamente, se pensaba que, bajo la apariencia de fenómeno homogéneo y homogeneizado, calaría más hondo en la conciencia del público lector y obtendría mayor aceptación. Así se expresaba, con respecto a los jóvenes novelistas de los años 80, una de las más respetadas figuras de la crítica literaria española, S. Sanz Villanueva:

Una nueva oleada de narradores inicia su obra en el transcurso de los ochenta. […] Su fecha de nacimiento se sitúa a partir de 1950. En bastantes casos, la publicación de su primera novela se produce con extraordinaria precocidad, en una inhabitual juventud. A este fenómeno no debe de ser ajeno el interés de la industria editorial, que busca sin sosiego nuevos autores en momentos en que hay una demanda del mercado. Estos nuevos autores no ofrecen entre sí, al menos por ahora, rasgos homogéneos y destaca la perspectiva por completo personal desde la que abordan sus obras[10].

A mediados de la década de los 80, pues, muchos críticos, ostensiblemente influenciados por el optimismo que había generado la llegada de los socialistas al poder, anunciaban a bombo y platillo la aparición de los jóvenes narradores:

no son una generación, pero tienen muchas cosas en común. Algunos de ellos conocieron el Mayo Francés; otros, con menos años, han heredado todas las desilusiones y viven sumergidos en un hampa dorada de asfalto y jeringuillas. Son los nuevos escritores, las plumas más jóvenes y  ligeras de la literatura española. La mayoría han cumplido ya los treinta años... practican la traducción, el periodismo o la enseñanza como forma de trabajo. [...] Han elegido Madrid y Barcelona como lugar de residencia: vivir en provincias puede ser demasiado duro y lejano para hacer carrera. Pueden apellidarse Cardín, Murillo, Llamazares o Cibreiro, Serrano o Enesco, España o Fernández Cubas. Pero hay más, muchos más[11].
     
            Sin embargo, algunos de los críticos literarios, harto recelosos, expresan sus reservas a la hora de abordar este fenómeno. Es el caso, por ejemplo, de Rafael Conte que desde las páginas de El País muestra su indignación:

la pregunta regresa periódicamente, como si fuera una apremiante necesidad jamás resuelta. ¿Existe una nueva narrativa española? Cada equis años, aunque la periodicidad no sea exacta, a alguien –Barral, Planeta, Hiperión, Alfaguara, una revista, un periódico, un profesor desconcertado o algún crítico que quiere llegar a serlo, y así sucesivamente– se le ocurre plantear una encuesta, lanzar un nuevo grupo de narradores, establecer un nuevo balance donde se apunte más hacia adelante que al verdadero examen del pasado. Y, sin embargo, luego pasa el tiempo, ese maldito enemigo, y todo suele quedar en agua de borrajas, la pregunta en el aire y las tímidas respuestas esbozadas se desvanecen como el humo. ¿Qué necesidad existe, pese a todo, para que una vez más se replantee esta pregunta que expulsa de su seno todas las respuestas? [...] No existe una nueva novela española, como tampoco hay una nueva crítica, y ya va siendo hora de que el relevo generacional se cumpla en todos los terrenos[12].

Esta postura, no obstante, se modificó bastante, cuatro años más tarde, cuando dicho crítico participó en unas jornadas dedicadas a la “Narrativa Española Contemporánea” que se celebraron, en abril de 1989, en Alcalá de Henares. Allí, una vez detectada la “nueva narrativa”, no dudó en formular comentarios como el siguiente: «[los nuevos narradores] descubren el mundo fenomenológico del mundo de los medios de comunicación, del cine, la música, el rock, etc. La juventud empieza a salir fuera, lo cambia todo o casi todo»[13].
Siguiendo con los críticos de la época que se mostraban optimistas a la hora de saludar la existencia de una “nueva narrativa” española, o, incluso, demasiado optimistas, conviene observar que en su discurso aparece reiteradamente la idea de la falta de uniformidad en la producción literaria de aquel entonces. Veamos lo escrito por José Antonio Aguado:

la salud de la novela en lengua castellana es muy buena. Dos son los síntomas: la abundancia y la diversidad. La novela posterior a la dictadura huye como gato escaldado de las consignas unificadoras de cualquier tipo de escuela, la individualidad es su lema. Al terminar la uniformidad narrativa, los novelistas y los lectores beben un licor literario de múltiples sabores, de tal modo que el crítico deja de ser un catalogador de sabores para convertirse en un catador[14].

            Hemos dejado para el final la opinión de otro crítico que ha optado por la alegría moderada y la matización: «¿hay, pues, una nueva novela española? Hay novelas españolas nuevas, de muy diversas constituciones»[15] se apresuraba a declarar en 1985 uno de los teóricos más importantes de la novelística española reciente, Gonzalo Sobejano.
Evidentemente, la exposición que realizamos aquí de los comentarios de los críticos españoles acerca de la narrativa de la década de los 80 no pretende ser exhaustiva, no podría serlo. Sin embargo, es evidente que la mayoría de las opiniones de la época coinciden con las líneas ya señaladas: euforía moderada por la “aparición” de una nueva promoción de autores, referencia a la multiplicidad de tendencias y precaución por el creciente papel del marketing editorial en la consagración de los novelistas. Como es natural, estos últimos no han quedado ajenos al debate generado acerca de la existencia o no de una nueva generación de narradores, por lo que nos parece pertinente hacer un alto en nuestro periplo por el discurso de los críticos para dar la palabra a los creadores y escuchar lo que opinaron al respecto.
En 1986, la revista literaria El Urogallo (número 2, junio de 1986) organizó un debate con la participación de varios de los jóvenes narradores de aquella época. El objetivo era precisamente plasmar la idea que los propios autores tenían sobre “su” narrativa. En dicho encuentro participaron Martínez de Pisón, Llamazares, Ferrero, Abad, Molina Temboury y Gándara. Entre las múltiples opiniones que se escucharon en aquel debate, escogemos dos que nos proporcionan respuestas a sendas cuestiones que hemos planteado anteriormente. La primera es de Ferrero, cuya novela Bélver Yin fue calificada en su tiempo por Sobejano de “metanovela”, precisamente, a causa de esa apuesta del autor por una temática “exótica”, temática que, por otra parte, parece ser una de la características más sobresalientes de la nueva narrativa de los 80. Tiene interés observar cómo Ferrero, tras un inicial “yo”, se escuda tras un “nosostros” casi generacional (influenciado quizás por el hecho de que el debate se realizó en vivo con todos los participantes presentes):

yo pretendía situar mi novela en un Oriente más o menos literario. [...] Nosotros hemos crecido con el miedo al realismo que nos había precedido. Hay en todos una pretensión de salir de las coordenadas habituales a los narradores precedentes. Y, sin embargo, a algunos parece sorprenderles esa huida voluntaria, ese no asumir la propia vida, ese despegarse que fue siempre la intención dominante de la literatura europea.

La segunda opinión procede de Llamazares y es relativa al interés mostrado por los editores de la época en publicar obras de jóvenes escritores españoles:

no hay que ser ingenuo. […] Después de la muerte de Franco se estuvo esperando que salieran aquellas novelas que al parecer estaban escondidas en los cajones. Y de repente se vio que no existían. Entonces es cuando los editores se dieron cuenta de que quien tenía que responder a la estética de los años 80 eran los escritores que estaban empezando a escribir en los años 80.  
     
Cinco años más tarde, entrada ya la década de los 90, Julio Llamazares volvía a ocuparse de la “nueva novela española”, esta vez desde las páginas de El País, esto es, del diario que contribuyó como ningún otro a la consagración de la mayoría de los autores de aquella hornada con la publicación de sus cuentos y artículos de opinión. El autor de La lluvia amarilla hablaba de un boom que se podía tornar en boomerang:

Llevados por la euforia, los editores publican cualquier texto que les cae entre las manos (siempre, eso sí, que el autor de la novela sea joven y, a ser posible, premiado), en las librerías se apilan en torres las novedades, los críticos descubren un nuevo genio cada mañana (encantados de que, al fin, les hagan caso), las autoridades políticas utilizan el fenómeno como propia propaganda y los novelistas se dejan querer y escriben a toda máquina, conscientes todos de que el momento es bueno y de que hay que aprovecharlo[16].

Es obvio que, con la llegada de los 90, los novelistas, al igual que los críticos literarios, se sienten más consolidados y, por tanto, más atrevidos a la hora de manifestar su recelo hacia la agrupación forzosa de la nueva narrativa española, hecho que les permite tomar distancias con respecto a ella. Llamazares, por ejemplo, denunciaba este círculo vicioso –aunque él mismo formara parte de esta cadena de producción– al igual que lo hacía, por la misma época, con su habitual ironía un escritor que, aunque nacido en 1946 y estrenado en la década de los 70, se ha relacionado en numerosas ocasiones con la nueva generación de narradores de los 80. Se trata de J. J. Millás, quien opinaba lo siguiente con respecto a lo que le había ocurrido a la novela española en los primeros años 80:

es a finales de la década de los 70 y primeros años de la de los 80 cuando el escritor español, consciente o inconscientemente, empieza a conectar con los intereses del público lector. A partir de ahí el fenómeno crece y los editores comienzan a buscar autores debajo de la cama[17].

En el mismo número de la revista Leer, el ya académico Muñoz Molina recomendaba paciencia a la hora de sacar conclusiones acerca de la calidad de las obras editadas en aquel período: «lo que ha pasado de verdad durante estos últimos años en la novela española puede que empiece a saberse dentro de veinte años. […] La novela no tiene que ver ni con la música pop ni con la invención de nuevos modelos de automóviles». Por último, Javier Marías, se mostraba moderadamente optimista al declarar que

no parece que importe mucho la calidad de lo escrito hoy en día, sino la mera producción, la mera emisión de escritos. […] Dentro de diez años quedarán de este período no más de cinco o seis novelas, o tal vez autores. […] Si se mira bien, es mucho: los períodos más fértiles de la novela española nunca han dejado más. En lo que se refiere a la narrativa, hay que suponer, por tanto, que estamos en la Edad de Oro. Grave no apostar bien.

Basta una simple hojeada a las páginas de los periódicos y las revistas especializadas para que uno se dé cuenta de que, coincidiendo con el inicio de la década de los 90, el uso del membrete de la “nueva narrativa española” empieza progresivamente a languidecer por una razón bien sencilla: dicha narrativa ya no era tan “nueva”. Además, como observaremos en las reseñas que citaremos a continuación, tampoco pervive en el tiempo la noción de “grupo” en las críticas dedicadas a los libros de la etapa de madurez de los cultivadores de la narrativa de los 80. Hemos notado, en los comentarios ya citados, que en la década de los 80 la crítica especializada se encontraba en una tesitura complicada a la hora de encontrar los ejes temáticos comunes en las obras de los jóvenes narradores (el ya citado S. Sanz Villanueva, por ejemplo, llegó a emplear un esquema de clasificación tan amplio como dividir la novela última de los 80 en siete apartados: negra, histórica, culturalista, intimista, experimental, erótica y... varia...) pero aun así se refería a ellos como a un grupo con bastantes similitudes. Creemos que esta actitud se debe a una triple incertidumbre: los propios escritores, aunque conscientes de las diferencias estéticas que les separaban, no se atrevían, sabedores del peso que han tenido las llamadas generaciones literarias en la confección del canon literario español del siglo xx, a rechazar del todo la existencia de dicho grupo porque temían que así se encontrarían al margen de los acontecimientos y de la historia literaria. Lo mismo ocurría con los críticos literarios; inseguros todavía de su poder mediático se refugiaban en recetas del pasado –esto es, búsqueda de criterios unificadores– para referirse a la producción literaria de su tiempo. Las casas editoriales, por último, y toda la industria editorial, intentaban explotar el tirón que tenía el término “generación literaria” entre el público lector aunque sabían muy bien que ya poseían otras armas, más poderosas y efectivas, para promocionar su mercancia, es decir, desembolsos cuantiosos en publicidad, numerosos premios literarios, programación de “éxitos”, etc.
En España, a principios de los 90, «parecía estar cancelándose, en casi todos los campos de la cultura española, un largo y alborozado período de autoafirmación que se había aupado sobre los vientos de cambio»[18], sostiene I. Echevarría, uno de los críticos que más se ha ocupado de la literatura española contemporánea. Finalizada la etapa de la euforia que había infundido el primer período del gobierno socialista muchos hablaban también del final de una época que concebía la “cultura como fiesta”. Todos ellos presagiaban el agotamiento de una novela respaldada por el poder político y mediático. Sin embargo, tal circunstancia no se produjo, en gran parte porque tanto los escritores como los críticos literarios surgidos durante la primera etapa de la transición ya representaban el poder literario y no necesitaban ni del Estado ni de los medios para convertirse en lo que Harold Bloom llama “escritores fuertes”. Veamos, con respecto al papel desempeñado por los críticos, una ácida observación de Jordi Gracia acerca de su relación con las casas editoriales:

Algunos y conocidos críticos o cronistas culturales (Juan Cruz, Antoni Munné, Enrique Murillo, Constantino Bértolo, Ignacio Echevarría, Claudio López de Lamadrid, Lilian Neuman) son, han sido –o serán– asesores y directores de importantes editoriales (Alfaguara, Planeta, Plaza y Janés, Debate, Mondadori, Tusquets, Anagrama) sin que el lector por lo general tenga noticia de ello, ni siquiera cuando el comentario va referido a una obra publicada en la editorial a la que el crítico asesora[19].

Uno de los objetivos que nos hemos fijado al iniciar esta comunicación era seguir, hasta nuestros días, el “rastro” de los componentes de dicho (supuesto) grupo o, al menos, de sus representantes más sobresalientes, con el objetivo de dilucidar sobre qué hubo de verdad y qué de ficción comercial en la invención de este membrete. Es verdad que desde muy pronto, esto es, finales de la década de los 80, incluso los críticos más despistados se habían dado cuenta de que no había una temática o una estética común que atravesara la obra de los jóvenes narradores de los 80. Es cierto que durante años varios de los miembros de dicha promoción compartieron algunas características extraliterarias: muchos de ellos vivían en Madrid, bastantes trabajaban como articulistas en el diario El País, algunos llegaron a ocupar cargos públicos, como académicos, directores de sedes del Instituto Cervantes, profesores universitarios, etc. Como es natural, a medida que pasaban los años se perdían los pocos lazos que les unían al principio de sus carreras (ya las revistas literarias habían dejado de convocarles a encuentros para debatir temas literarios y generacionales, algunos se marcharon de Madrid para vivir en el extranjero, etc.). No obstante, ya habían conseguido ganar lo que podíamos llamar “el juego de las impresiones”, es decir, ya sus obras levantaban expectativas y estaban en boca de los lectores antes incluso de que salieran al mercado.
Hoy en día, la inmensa mayoría de aquellos escritores no sólo sigue en activo sino que acapara el interés del gran público. A unos veinticinco años de la aparición de sus primeras obras, ya está claro lo que se barajaba en muchas reseñas de aquella época: los integrantes de esa hornada de narradores no compartían ni temática ni estética comunes (por mucho que se hubieran inventado etiquetas como literatura light, exótica o deshumanizada para englobarles a todos). A título de ejemplo hemos elegido a tres de ellos para examinar brevemente tanto su trayectoria literaria como el tratamiento que ésta ha tenido por parte de la crítica especializada. Se trata de Jesús Ferrero (Zamora, 1952), Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) y Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956). Los tres han nacido en localidades de la provincia española durante los años 50 y han publicado sus primeras novelas en la de los 80: Ferrero en 1981 la ya citada Bélver Yin, Llamazares en 1985 Luna de lobos y Muñoz Molina en 1986 Beatus Ille; los tres, por último, han aparecido en multitud de artículos sobre la novela española de los 80 como integrantes de un grupo tan cacareado pero, visto desde la perspectiva que nos da el tiempo, jamás existido.
J. Ferrero, aunque recientemente (2009) galardonado con el premio Anagrama de ensayo por su libro Las experiencias del deseo. Eros y misos, no ha conseguido mantenerse en la primera línea de la actualidad literaria española, a pesar de que en 1981, con su Bélver Yin, marcó, en opinión de muchos críticos, la llegada de una nueva manera de novelar, sorprendente, espléndida y fascinante según algunos, light y distanciada de su entorno según otros. Desde entonces, Ferrero ha creado una obra desigual, con algunas novelas muy conseguidas (Las Trece Rosas) y otras no tanto. De las reseñas dedicadas a sus libros, desaparecieron bastante temprano las referencias a los jóvenes narradores de los 80 pese a que Ferrero ha sido un escritor emblemático de dicha promoción, como lo demuestra su participación en varios homenajes a la nueva narrativa de los 80, como p.e. los organizados por las revistas El Urogallo (1986) o la Revista de Occidente (1989). En 1993, I. Echevarría, desde las páginas de Babelia, en su reseña al Secreto de los dioses hacía hincapié en «las coordenadas literarias y filosóficas de las que se nutre»[20] la obra del autor (no en vano, Ferrero estudió en la Escuela de Altos Estudios de París y se ha graduado en Historia Antigua referida al mundo griego). Siete años más tarde, en 2000, José María Pozuelo Yvancos escribía en el suplemento cultural del diario ABC, con motivo de la aparición de otra novela de Ferrero, Juanelo o el hombre nuevo, el siguiente elogioso comentario

Jesús Ferrero ha combinado en esta novela diferentes géneros y tradiciones narrativas: la primera y más evidente es la del mito de la criatura artificial, mito de arraigada trayectoria en el imaginario humano y literario y que cruza todas las épocas, desde la leyenda judía del golem, pasando por Pigmalión hasta Frankenstein o Blade Runner[21]
  
Esta misma alusión a las influencias y las referencias intertextuales de la obra de Ferrero, a mediados de los 80, habría despertado el recelo de los críticos literarios ante lo que ellos consideraban como debilidades de la nueva narrativa de entonces: la mezcla de géneros y la falta de contacto con la realidad circundante de la época. Pero está claro que ya los tiempos habían cambiado, los críticos estaban más preparados para aceptar la complejidad del fenómeno literario sin la necesidad de inventar etiquetas para encasillar a los autores.
Al igual que Ferrero, Julio Llamazares ha sido siempre incluido en la nómina de los escritores de la joven narrativa española de los 80, aunque lo curioso es que los mismos críticos que lo incluían en dicho grupo no dudaban en señalar que en su obra en general, y particularmente en sus novelas Llamazares no cumplía con ninguno de los tópicos que acompañaron la joven novelística española de los 80, esto es, la tendencia a la evasión de la realidad circundante, la temática light o la recuperación del placer de narrar. Su obra está casi por completo ambientada en las montañas de su tierra natal, León, llena de lirismo y muy centrada en los problemas existenciales del ser humano. Por su parte, como ya hemos visto, el escritor leonés bastante pronto, esto es, desde principios de los 90, empezó a tomar distancias de aquel supuesto grupo. Si a esto sumamos que Llamazares fue y sigue siendo un autor de ritmo pausado en la edición de sus libros en una época en la cual para un escritor parece ser vital estar continuamente en los escaparates de las librerías, entonces es fácil comprender por qué la crítica especializada hace casi dos décadas que no hace mención a la joven narrativa de los 80 cada vez que para bien, como en el caso de Escenas de cine mudo, o para mal, como en el caso, a principios de este siglo, de El cielo de Madrid –su novela menos lograda y, curiosamente, la única que no se desarrolla en León– se ocupa de sus novelas.
Veamos lo que apunta, con respecto a las características de su novelística, María José Obiol, en una reseña con motivo de la publicación en 1994 de la tercera novela de Llamazares, es decir Escenas de cine mudo:

en Escenas de cine mudo, se homenajea a la memoria como ya sucedía con Luna de lobos y La lluvia amarilla. El autor recrea un mundo pasado que deviene en presente y perdurable al ser recordado. Si en la primera un coro de voces masculinas –el de los maquis– recita, con ecos roncos y alejados del mundo real, una vivencia marginal y en la segunda, el recuerdo proviene del monólogo inquietante de un hombre único, última presencia en un pueblo abandonado del Pirineo aragonés; en Escenas de cine mudo, un narrador de memoria infantil deja constancia del pasado en un poblado minero leonés. [...] Memoria recreada con la suavidad y la firmeza de un escritor de letra adusta[22].

Caridad Ravenet, por su parte, algunos años más tarde y en una valoración global de la obra del escritor leonés, detecta ciertos rasgos de la novelística española de los años 90 en la obra de Llamazares, pero se apresura a “proclamar” la singularidad del autor:

La obra de Julio Llamazares remite al deseo deliberado y obsesionado de hacer de la memoria un puntal esencial. [...] El autor selecciona huellas y rastros del pasado y los convierte en material novelístico con el posible deseo de rectificar la memoria colectiva impuesta, de manera predominante, por la dictadura de Franco. En este sentido, Llamazares no se distanciaría enormemente de la muy asumida postura de la novelística española actual. Pero […] el truco está en la manera en que se hace[23].

Antonio Muñoz Molina es, en la actualidad, con creces el más consagrado de los autores que empezaron a escribir narrativa en los años 80. Su carrera ha sido vertiginosa y deslumbrante: académico desde 1996 (a sus 40 años), articulista de El País, director hasta 2006 de la sede del Instituto Cervantes en Nueva York... Alguien podría decir que es un claro ejemplo de lo que Fortes ha llamado con socarronería “intelectual del Estado”. Puede que sea así, pero Muñoz Molina es al mismo tiempo autor de una obra sólida que incluye 18 novelas, 8 libros de ensayo, 4 colecciones de artículos y un diario de viaje. Al igual que en los casos de los dos escritores anteriores, a mediados de los 80, Muñoz Molina fue asociado a la promoción de la nueva narativa de aquella época, pronto, no obstante, los críticos se percataron de su particular estilo literario y de la ideología que atravesaba su obra. A continuación, “ilustramos” lo anteriormente apuntado, citando a un gran experto en su obra, el granadino Andrés Soria: 

Muñoz Molina escoge con toda libertad la herencia ilustrada de lo público, la herencia socialdemócrata del reformismo, de las ganancias históricas en la educación [...] contra los creyentes en la mano invisible del mercado. [...] Antes de nada, la conciencia democrática de Muñoz Molina deriva de una condición histórica, incluso estrechamente cronológica, además de obedecer a una elección moral: corresponde con exactitud a una generación de españoles que han considerado la adquisición del estatuto constitucional de ciudadano, tras haber conocido el horror y el final de la dictadura fascista, como el hecho más importante y decisivo de su vida adulta[24].

Éste es precisamente, sin lugar a dudas, el lazo más fuerte que une a los autores de la llamada “nueva narrativa española de los 80”, es decir, el hecho de haber pasado su juventud bajo un régimen autoritario y de haber vivido los tremendos cambios que trajo al país la llegada de la democracia. Pero claro, este acontecimiento no ha creado una respuesta literaria homogénea por parte de los jóvenes narradores de aquella época. Si la narrativa de Ferrero se nutre de la antigüedad clásica y la de Llamazares de la recuperación de la memoria colectiva, la de Muñoz Molina, en palabras de F. Valls

cuestiona unas cuantas ideas que circulan en la sociedad española actual: la aceptación de la violencia como algo natural e inevitable, el desprecio por los demás, la celebración de la crueldad y el miedo del desvalido ante el poderoso. En suma, cómo quienes provocan la violencia la sufren menos, en el fondo, que los que la padecen[25].

En esta segunda década del siglo xxi que estamos atravesando ya no se habla de nuevas generaciones literarias. Se sigue por supuesto, más que nunca, editando antologías de autores jóvenes o de una región determinada, etc., es decir, se siguen produciendo pequeños intentos de fragmentar y organizar el fenómeno literario para así, supuestamente, hacerlo más accesible al público lector, pero de generaciones nuevas que acapararán el interés de editoriales y consumidores, no se dice nada. Y es que ya no hace falta lanzar una nueva promoción de escritores para conseguir llegar al público. La mercadotecnia en el mundo editorial ha evolucionado de manera vertiginosa, hasta tal punto que un observador agudo como Vicente Luis Mora[26] sostenga que

la narrativa española ha dejado de ser literatura para convertirse en mercado editorial. Y su crítica, la crítica oficial, suplementaria, ha dejado de ser crítica literaria, para convertirse [...] en propaganda. Añádanse los agentes literarios, y el terrible poder de los distribuidores, y lo tenemos todo. Es una metáfora del sistema inmobiliario nacional, con promotores de obras (los escritores), inmobiliarias (editores), agentes (corredores de fincas), distribuidores (Hacienda) y compradores, claro.

El sistema inmobiliario español, al que alude V. L. Mora, hace tiempo que está atravesando una seria crisis, crisis que por el contrario no parece haber tocado, de momento, la literatura española, que por lo visto, si nos atenemos a las ventas, sigue ilusionando a sus lectores, igual que hace 30 años cuando empezó el despegue de la narrativa española actual. No obstante, es obvio que ya es hora de que cambie el papel de la crítica, tanto universitaria como periodística, a la hora de acercarse a esta narrativa. Ya no sirven generalizaciones y agrupaciones generacionistas, ya no convence el discurso casi publicitario que muchos reseñistas adoptan para alagar a determinados autores. El fenómeno literario es, afortunadamente, ya lo hemos dicho, caótico y variopinto y como tal tiene que ser analizado al margen del voluntarioso intento de la industria cultural de homogeneizarlo y de prolongar un status quo inmovilista y supuestamente rentable.



Comunicación presentada en Roma, en el marco del XVII Congreso Internacional de la AIH (julio de 2010)

[1] josé-carlos mainer, “El problema de las generaciones en la literatura española contemporánea”, en Eugenio Bustos Tovar (coord.), Actas del IV Congreso Internacional de Hispanistas (1971), Salamanca, Universidad de Salamanca, 1982, pp. 211-219.
[2] josé antonio fortes, Intelectuales de consumo. Literatura y cultura de Estado en España (1982-2009), Jaén, Almuzara, 2010, p.21.
[3] luis garcía jambrina, “Introducción” a La promoción poética de los 50, Madrid, Espasa Colección Austral, 2000, pp. 15-69.
[4] ramón acín, Narrativa o consumo literario (1975-1987), Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1990, p. 91.
[5] ramón acín, “El comercio en la literatura: un difícil matrimonio”, en Ínsula, nº 589-590, 1996, pp. 5-7.
[6] francisco rico, “De hoy para mañana”, en El País, 9 de octubre de 1991.
[7] constantino bértolo, “Novela y público”, en Georges Tyras, ed., Postmodernité et écriture narrative dans l´Espagne contemporaine, Grenoble, CERHIUS, 1996, pp. 33-48.
[8] julio peñate, “El superventas en el marco de la industria editorial. Un estudio empírico de las listas de éxitos”, en José Manuel López de Abiada y Julio Peñate, eds., Éxito de ventas y calidad literaria, Madrid, Verbum, 1996, pp. 53-94.
[9] fortes, Intelectuales cit., p. 17.
[10] santos sanz villanueva, “La novela”, en Francisco Rico, Dario Villanueva, eds., Historia y crítica de la literatura española. Los nuevos nombres: 1975-1990, Barcelona, Editorial Crítica, 1992, pp. 249-280.
[11] luis sánchez bardón, “Los nuevos escritores, una generación sin rumbo fijo”, en Tiempo, nº 160, 3 de junio de 1985, pp. 92-94.
[12]  rafael conte, “Historia de la novela que nunca llegó a ser nueva”, en El País, 21 de julio de 1985.
[13] rafael conte, “Charla de Rafael Conte”, en Seis calas de la narrativa española contemporánea, Alcalá de Henares, Fundación Colegio del Rey, 1989, pp. 12-19.
[14] josé antonio aguado, “Los nuevos narradores”, en el Diario de Terrasa, 20 de mayo de 1988.  
[15] gonzalo sobejano, “La novela poemática y sus alrededores”, en Ínsula, nº 464-465, 1985, pp. 1 y 26.
[16]  julio llamazares, “La nueva novela española”, en El País, 4 de junio de 1991.
[17] juan josé millás, “Teoría de una década: opinión de los autores” (encuesta), en la revista Leer, número 54, julio de 1992.
[18] ignacio echevarría, Trayecto. Un recorrido crítico por la reciente narrativa española, Barcelona, Debate, 2005.
[19] jordi gracia, “Novela y cultura en el fin de siglo”, en Ínsula, nº 589-590, 1996, pp. 26-31.
[20] ignacio echevarría, Trayecto cit., pp. 118-120.
[21] josé maría pozuelo yvancos. 100 narradores españoles de hoy, Palencia, Ediciones Menoscuarto, 2010, pp. 116-117.
[22] maría josé obiol, “Agujeros negros en la memoria”, en El País, 12 de marzo de 1994.
[23] caridad ravenet, “Con la cámara en la novela, o el enfoque de Julio Llamazares”, en Revista Hispánica Moderna, L, 1, junio de 1997, pp. 190-203.
[24] andrés soria olmedo, Una indagación incesante: la obra de Antonio Muñoz Molina, Madrid, Alfaguara, 1999, p. 77.
[25] fernando valls, La realidad inventada. Análisis crítico de la novela española actual, Barcelona, Crítica, 2003, p. 268.
[26] vicente luis mora, La luz nueva. Singularidades en la narrativa española actual, Córdoba, Berenice, 2007, pp. 8-9.

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